Aguafuertes en el desierto

Recordando a Arlt y sus Aguafuertes porteñas

La mejor manera de recordar la escritura de Arlt es leyendo una de sus Aguafuertes porteñas. Aquí va una de sus más famosas:

LA TRAGEDIA DEL HOMBRE QUE BUSCA EMPLEO

La persona que tenga la saludable costumbre de levantarse temprano, y salir en tranvía a  trabajar o a tomar fresco, habrá a veces observado el siguiente fenómeno: Una puerta de casa comercial con la cortina metálica medio corrida. Frente a la cortina  metálica, y ocupando la vereda y parte de la calle, hay un racimo de gente. La muchedumbre  es variada en aspecto. Hay pequeños y grandes, sanos y lisiados. Todos tienen un diario en la  mano y conversan animadamente entre sí.

Lo primero que se le ocurre al viajante inexperto es de que allí ha ocurrido un crimen  trascendental, y siente tentaciones de ir a engrosar el número de aparentes curiosos que hacen  cola frente a la cortina metálica, mas a poco de reflexionarlo se da cuenta de que el grupo está  constituido por gente que busca empleo, y que ha acudido al llamado de un aviso. Y si es  observador y se detiene en la esquina podrá apreciar este conmovedor espectáculo.

Del interior de la casa semiblindada salen cada diez minutos individuos que tienen el  aspecto de haber sufrido una decepción, pues irónicamente miran a todos los que les rodean, y  contestando rabiosa y sintéticamente a las preguntas que les hacen, se alejan rumiando  desconsuelo. Esto no hace desmayar a los que quedan, pues, como si lo ocurrido fuera un

aliciente, comienzan a empujarse contra la cortina metálica, y a darse de puñetazos y  pisotones para ver quién entra primero. De pronto el más ágil o el más fuerte se escurre  adentro y el resto queda mirando la cortina, hasta que aparece en escena un viejo empleado de  la casa que dice:

–Pueden irse, ya hemos tomado empleado.

Esta incitación no convence a los presentes, que estirando el cogote sobre el hombro de  su compañero comienzan a desaforar desvergüenzas, y a amenazar con romper los vidrios del comercio. Entonces, para enfriar los ánimos, por lo general un robusto portero sale con un  cubo de agua o armado de una escoba y empieza a dispersar a los amotinados. Esto no es  exageración. Ya muchas veces se han hecho denuncias semejantes en las seccionales sobre  este procedimiento expeditivo de los patrones que buscan empleados.

Los patrones arguyen que ellos en el aviso pidieron expresamente «un muchacho de  dieciséis años para hacer trabajos de escritorio», y que en vez de presentarse candidatos de esa  edad, lo hacen personas de treinta .años, y hasta cojos y jorobados. Y ello es en parte cierto.  En Buenos Aires, «el hombre que busca empleo» ha venido a constituir un tipo su¡ generis.  Puede decirse que este hombre tiene el empleo de «ser hombre que busca trabajo».

El hombre que busca trabajo es frecuentemente un individuo que oscila entre los  dieciocho y veinticuatro años. No sirve para nada. No ha aprendido nada. No conoce ningún  oficio. Su única y meritoria aspiración es ser empleado. Es el tipo del empleado abstracto. El  quiere trabajar, pero trabajar sin ensuciarse las manos, trabajar en un lugar donde se use  cuello; en fin, trabajar «pero entendámonos… decentemente».

Y un buen día, día lejano, si alguna vez llega, él, el profesional de la busca de empleo, se «ubica». Se ubica con el sueldo mínimo, pero qué le importa. Ahora podrá tener esperanzas  de jubilarse. Y desde ese día, calafateado en su rincón administrativo espera la vejez con la  paciencia de una rémora.

Lo trágico es la búsqueda del empleo en casas comerciales. La oferta ha llegado a ser  tan extraordinaria, que un comerciante de nuestra amistad nos decía:

–Uno no sabe con qué empleado quedarse. Vienen con certificados. Son inmejorables.  Comienza entonces el interrogatorio:

–¿Sabe usted escribir a máquina?

–Sí, ciento cincuenta palabras por minuto. 

–¿Sabe usted taquigrafía?

–Sí, hace diez años. 

–¿Sabe usted contabilidad? 

–Soy contador público. 

–¿Sabe usted inglés?

–Y también francés.

–¿Puede ofrecer una garantía?

–Hasta diez mil pesos de las siguientes firmas. 

–¿Cuánto quiere ganar?

–Lo que ustedes acostumbran pagar.

–Y el sueldo que se les paga a esta gente –nos decía el aludido comerciante– no es  nunca superior a ciento cincuenta pesos. Doscientos pesos los gana un empleado con  antigüedad… y trescientos… trescientos

es lo mítico. Y ello se debe a la oferta. Hay farmacéuticos que ganan ciento ochenta  pesos y trabajan ocho horas diarias, hay abogados que son escribientes de procuradores,  procuradores que les pagan doscientos pesos mensuales, ingenieros que no saben qué cosa  hacer con el título, doctores en química que envasan muestras de importantes droguerías.  Parece mentira y es cierto.

La interminable lista de «empleados ofrecidos» que se lee por las mañanas en los diarios  es la mejor prueba de la trágica situación por la que pasan millares y millares de personas en  nuestra ciudad. Y se pasan éstas los años buscando trabajo, gastan casi capitales en tranvías y  estampillas ofreciéndose, y nada… la ciudad está congestionada de empleados. Y sin embargo,  afuera está la llanura, están los campos, pero la gente no quiere salir afuera. Y es claro,  termina tanto por acostumbrarse a la falta de empleo que viene a constituir un gremio, el gremio de los desocupados. Sólo les falta personería jurídica para llegar a constituir una de las  tantas sociedades originales y exóticas de las que hablará la historia del futuro.

R. Arlt

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